TODOS LOS CHARCOS. HISTORIAS DE MENTIRA Y OTRAS MEDIAS VERDADES - Temas de Cantabria
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TODOS LOS CHARCOS. HISTORIAS DE MENTIRA Y OTRAS MEDIAS VERDADES

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Este libro toca todos los palos —de San Agustín, a Zigic; de la fe, a la erótica de las gafas; de la cultura económica, a la duda de si se liga o no en las bibliotecas...— y se hace preguntas profundas —¿cuándo llegará la revolución social?— y ligeras —¿qué hay debajo de las faldas?—. Y lo hace de manera distendida, con un estilo llano y directo, porque su autor no se considera un intelectual, sino un ser apasionado por la Literatura a cuyo ejercicio se dedica en cuerpo y alma, pero sin resignarse a perder esas pequeñas cosas de la vida que tanto contribuyen a la felicidad.

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Ficha técnica

Páginas234
Encuadernación rústica con solapas, impresión B/N
Dimensiones14x22 cm

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«¿Intelectual? —se pregunta—. Nada de eso; a mí me gusta pisar todos los charcos, perder el tiempo, pasar el rato… Charlar con los amigos y conocer a alguno nuevo. Dar vueltas por la playa, jugar al fútbol con el niño, ver partidos de baloncesto. Tirar piedras a la orilla de un río. Hablar por teléfono, decir chorradas intrascendentes, olvidarme de las fechas señaladas.

Cocinar pizzas caseras, comer con los dedos, aprenderme los diálogos de los Hermanos Marx. Leer a Boris Vian y a Roland Topor, llamar a los timbres, andar en bicicleta.

Cantar canciones malas de Siniestro Total, jugar a la pleisteision, caminar sobre el alambre (bueno, mi hijo y yo lo hacemos más bien sobre los bordillos de las aceras, pero le llamamos «el alambre»).

Si para ser escritor tengo que olvidar alguna de estas cosas… no sé, no sé».

Javier Menéndez Llamazares nació en León en 1973.

Tuvo una feliz infancia en el barrio de La Palomera: fue jugador de canicas y peonza, cazador de grillos, ciclista de piñón fijo (con y sin ruedines) y lector voraz de tebeos y clásicos juveniles.
Su adolescencia fue la corriente para la época, con chupa de cuero y paquetes de lucky sin filtro. Paseó libros, corrió detrás de muchos sueños, tuvo grandes amigos y grandes decepciones, llegó tarde a la movida y descubrió que en la literatura también se vive.

Quiso ser poeta, editor, periodista. Viajó por el mundo, conoció de noche muchas ciudades, aprendió lenguas extrañas y estudió a destiempo.
Volvió a su pueblo, se casó y tuvo un hijo, se arruinó en varios negocios, escribió mucho y mal, habló por la radio, ganó varias oposiciones y acabó afincándose a la orilla del mar, en un lugar donde sopla el viento sur casi a diario.
Y ahora escribe –o lo intenta-, cuenta su vida, las vidas de sus amigos, o cualquier otra mentira que suene medianamente bien. Ha publicado las siguientes obras:

El método Coué (2009), novela; Cosas que no se pueden encontrar en internet (2009), poesía; y Con amigos como tú (2010), relatos.

Fragmento

De niño tenía un sueño recurrente, una pesadilla que me persiguió intermitentemente desde que me instalé en la habitación de la entrada. Mis padres vivían —y aún viven— en un octavo piso, y mi cama estaba pegada a la ventana. En el sueño, sin precisar más detalles, de pronto me encontraba suspendido en el vacío, en pijama, aferrado al tendedero para la ropa que había en la terraza, al lado de mi ventana. Recuerdo con nitidez que vivía un sufrimiento atroz, luchando por mantenerme asido al tendal, sin conseguir alcanzar la ventana y volver a la casa, y al final, extenuado, mis manos se soltaban de las barras de aquella estrella metálica y giratoria, y caía a plomo hacia el patio del edificio. Por suerte, nunca llegué a morir: me despertaba antes. Más que el pánico, siempre me preocupó que no me cayera de mi propia cama, sino desde otra ventana que ni siquiera estaba en mi cuarto.
Yo casi había olvidado ese sueño; a fin de cuentas, hace ya quince años que dejé la casa de mis padres. Hasta que un día en que habíamos ido a visitarles mi hijo me contó una historia:

—¿Sabes? He soñado que me caía por la ventana, y me quedaba colgado de esa cosa que hay para tender la ropa. Y cada vez que intentaba subir, los hierros empezaban a girar y se alejaban de la ventana. Y luego me caía.
—Y al final, ¿te matabas? —quise saber yo.
—No. Al final me despertaba.

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